El silencio le abrigaba, consolaba y mecía. Los pensamientos afloraban en su mente, en complicidad con la quietud de las calles que recorría.
La oscuridad, desvelada por las farolas que daban luz al pavimento, cuidaban de él con gran esmero.
El viento cálido de la noche de verano acariciaba su rostro.
Encontró un espacio verde y se tumbó sobre el césped, en silencio. Descubrió, de nuevo, la grandeza del cielo estrellado, infinito lienzo en el que crear, soñar y vivir encontraban su espacio.
Miles de ojos brillaban delante de él. Sin embargo, no parecieron inmutarse de su presencia. Seguían apaciblemente con su tarea: brillar, con decisión, en el firmamento.
Los presidía la luna, semejante a una naranja, que con su sonrisa luminosa que mandaba sobre los demás astros, se quedó con la mirada fija en él. Entonces fue cuando se dio cuenta de que, de alguna manera, la esfera brillante le entendía, empatizaba con él. Quedó largo rato tendido sobre el suelo verde, sosteniéndole la mirada a Catalina, prendido por la llama de emoción que emanaba de ella.
***
Velada a velada, el ambiente caluroso y apacible del estío se consumió, dando paso al otoño. Con esa llama que, poco a poco, se fue apagando, un día dejó de acudir a la cita con su fiel amiga. Con el fin del verano se esfumaron los temores, las alegrías, las penas y las ilusiones que solían compartir, él y la luna.
Miguel Ox